El pasado 5 de marzo iniciamos el tiempo de Cuaresma con la imposición de la ceniza. Este gesto sencillo pero cargado de simbolismo, nos recuerda la fragilidad de la vida y la importancia de recorrer juntos el camino de la fe y la esperanza. Como cada año, estos 40 días previos a la Pascua son un tiempo de reflexión y conversión. Nos preparan espiritualmente para la celebración de la Resurrección. Sin embargo, este año la Cuaresma cobra un significado especial. Se enmarca dentro del Jubileo ordinario de 2025, un acontecimiento que la Iglesia celebra cada 25 años y que, en cierto modo, puede considerarse una gran Cuaresma extendida a lo largo de todo un año.
El Jubileo tiene sus raíces en la tradición bíblica del Antiguo Testamento, cuando el pueblo de Israel peregrinaba al templo de Jerusalén para pedir perdón y renovar su relación con Dios. Siglos después, en el año 1300, el Papa Bonifacio VIII instituyó por primera vez esta celebración en la Iglesia católica. Hoy en día, la tradición se mantiene con la apertura de la Puerta Santa en Roma. Este símbolo de renovación espiritual marca el inicio del Año Jubilar. Durante este tiempo, los fieles pueden obtener indulgencias plenarias al cumplir ciertas condiciones. Deben peregrinar a Roma, atravesar la Puerta Santa, confesarse, comulgar y rezar por las intenciones del Papa.
En un mundo donde la violencia, la injusticia y la indiferencia parecen imponerse, esta celebración adquiere un significado muy especial. Por ello, el Papa Francisco nos invita a vivir como “Peregrinos de la Esperanza”. Estamos llamados a recorrer caminos de fraternidad, solidaridad y misericordia, y ser testigos de la paz que tanto anhelamos. Debemos salir de nuestras cuatro paredes y abrir nuestros corazones para reencontrarnos con Dios, al mismo tiempo que avanzamos con esperanza hacia el encuentro con los demás. Solo así podremos reconciliarnos y trabajar juntos en la construcción de un mundo más justo y compasivo.
Llevemos la esperanza más allá
Para transmitir ese mensaje de esperanza y reconciliación con Dios, una de las principales misiones de la Iglesia es reconectar con aquellos fieles católicos que han perdido la fe. Es evidente que vivimos en un contexto de creciente secularización, especialmente en países como España, que históricamente fue uno de los pilares de la cristiandad. Según el último Barómetro del CIS de febrero de 2025, solo el 54,8% de la población española se identifica como católica. Frente a esta realidad, es crucial recordar que, aunque nosotros nos alejemos de Dios, él nunca nos abandona.
Mi tío abuelo, que en paz descanse, solía compartir conmigo una parábola que ilustra perfectamente esta idea: la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). En ella, vemos la imagen de un padre misericordioso que, día tras día, espera con anhelo el regreso de su hijo, sin exigirle explicaciones ni imponerle condiciones. Esta imagen refleja fielmente el amor incondicional de Dios hacia nosotros. No importa cuánto hayamos dudado, cuántos errores hayamos cometido o cuánto tiempo hayamos pasado alejados de la fe. Dios siempre estará dispuesto a acogernos con los brazos abiertos. Por eso, la Iglesia tiene la tarea de ser ese faro que guíe el camino de quienes se han distanciado, guiándolos hacia un encuentro renovado con la fe y la confianza en Dios.
Dios nos espera con los brazos abiertos para abrazarnos, y este es el verdadero sentido del tiempo jubilar. Al mismo tiempo, la Cuaresma, que culmina con la Semana Santa, nos invita a dejarnos abrazar por el Padre y a comenzar una vida nueva. Ambas celebraciones nos ofrecen una oportunidad única para la introspección y la transformación. Es un tiempo para volver a lo esencial, para reencontrarnos con nuestra fe y con los demás. En medio de las dificultades del mundo, tenemos la posibilidad de caminar con la certeza de que la esperanza y la renovación son un regalo al alcance de todos aquellos que decidan abrir su corazón.
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