Córdoba, octubre de 2011. La noticia recorrió España en cuestión de horas. Ruth y José, de seis y dos años respectivamente, habían desaparecido mientras paseaban con su padre en el parque Cruz Conde de Córdoba. José Bretón, el progenitor, aseguraba haberlos perdido de vista por un descuido. La alarma fue inmediata: se activaron protocolos de búsqueda, se movilizó a las fuerzas de seguridad y los medios llenaron sus portadas con las fotos de los menores. Lo que parecía un caso de desaparición infantil pronto se transformó en una tragedia aún más profunda.
La denuncia de Bretón generó dudas desde el inicio. Su relato presentaba incongruencias y su comportamiento fue, según la policía, inusualmente frío. Mientras la opinión pública se volcaba en encontrar a los pequeños, los investigadores comenzaron a centrar su atención en él. Los registros telefónicos, sus movimientos antes del día de los hechos y las grabaciones de cámaras de seguridad revelaron una planificación previa. Bretón había buscado ansiolíticos, visitado la finca familiar y mentido en aspectos clave de su testimonio. El móvil parecía claro: vengarse de su exmujer, Ruth Ortiz, con quien estaba en pleno proceso de separación.
Un error que casi cambia la historia
La investigación del caso Bretón estuvo a punto de perderse por completo debido a un grave error forense. En la finca de Las Quemadillas, propiedad de la familia Bretón, se descubrieron restos óseos calcinados en una hoguera, mientras se buscaban pistas sobre el paradero de los hijos del acusado, Ruth y José. Un informe inicial, firmado por un perito forense, concluyó que los huesos pertenecían a animales. Posiblemente pequeños mamíferos, lo que hizo que los investigadores descartaran la hoguera como evidencia clave y desviaran el foco de la investigación.
Sin embargo, meses más tarde, la antropóloga forense Mercedes Salado, a petición de la acusación particular, revisó los restos con mayor rigor. Su análisis fue contundente: los huesos eran humanos y pertenecían a dos niños de entre dos y seis años. El informe desmontó por completo la versión inicial y permitió reconstruir el crimen. José Bretón había asesinado a sus hijos y construido una pira crematoria con precisión milimétrica, utilizando leña de olivo y muebles barnizados para alcanzar temperaturas extremas. El hallazgo fue decisivo para condenarlo y reveló la importancia crítica de la especialización forense en casos tan complejos como este.
El juicio y la condena
El 22 de julio de 2013, José Bretón fue declarado culpable de dos delitos de asesinato con alevosía. La Audiencia Provincial de Córdoba lo condenó a 40 años de prisión, la máxima pena posible. El fallo concluyó que actuó con frialdad y premeditación, utilizando a los niños como instrumento para hacer daño a su expareja. El juicio fue seguido con enorme atención mediática. La figura del “padre ejemplar” se había derrumbado, y el país entero asistía atónito a una historia de horror doméstico sin precedentes.
El caso supuso un punto de inflexión en la percepción de la violencia contra las mujeres. Ruth Ortiz no fue agredida físicamente, pero sufrió el peor daño imaginable. El crimen puso sobre la mesa el término “violencia vicaria”, utilizado para describir los casos en los que los hijos son utilizados como herramientas de venganza contra las madres. Desde entonces, se ha incorporado este concepto a muchas leyes autonómicas de protección contra la violencia de género y ha generado un nuevo enfoque en la prevención del maltrato.
A más de una década del crimen, el caso de José Bretón sigue presente en la memoria colectiva. Es recordado no solo por su brutalidad, sino también por las lecciones que dejó: la importancia de las pruebas forenses, los errores que pueden cambiar el curso de una investigación, y la necesidad de detectar señales de alarma antes de que sea demasiado tarde. “Mi vida quedó destruida”, declaró Ruth Ortiz en una de sus escasas apariciones públicas. “Pero hablar de mis hijos y de lo que pasó puede ayudar a que esto no se repita.”